sábado, 19 de noviembre de 2011

LO MEJOR!


¡LO MEJOR!
Por Amalia Domingo Soler

¡Qué bueno es hacer bien! Disfruta el alma de las más deliciosas emociones, y un sueño de placer, de dulce calma nos lleva a contemplar otras regiones.
Cuando se sabe que en un tugurio helado hay varios seres que sintiendo frío, maldicen su falta y adverso hado llegando al más horrible desvarío.
Y como ángel de paz y de consuelo penetra en la mísera morada diciendo a los que gimen a su lado: ¡Elevad hasta Dios vuestra mirada!
¿Pensáis que nadie sabe vuestra pena?
¿Pensáis que nadie con vosotros llora? Que no hace suya la desdicha ajena y una limosna con afán implora.
Para daros el pan y un techo amigo y medios de vivir más consolados, ¿Pensáis que solos, sin ningún testigo no son vuestros lamentos escuchados?
Estáis en un error, el amor vela, el amor nunca duerme, está despierto; ¡Es de Dios el divino centinela! ¡El faro que señala el mejor puerto!
Y el amor tiene muchos mensajeros que van diciendo en coro: ¡Despertaos! Los reyes, los magnates, los pecheros, y todos en unión vivid y amaos.
Por eso yo escuché vuestro gemido, que nunca el hombre se lamenta en vano, que siempre su lamento es repetido por el eco en el monte y en el llano.
Convertirse en agente de consuelo es gozar de un placer indescriptible; ¡De un infierno espantoso hacer un cielo!... ¿Cabe un goce más puro? No; ¡Imposible!
El placer, de la carne satisfecho produce a veces doloroso hastío; se queda el corazón hecho pedazos y parece que el orbe está vacío.
Todas las sensaciones de la vida llevan tras de sí el cansancio, la tristeza, tras de loca carrera la caída, y en el mismo placer la lucha empieza.
En cambio, haciendo el bien, nunca el hastío se apodera del alma compasiva que cae sobre ella bienhechor rocío; ¡Feliz quien con su amor a nadie esquiva!
Dices muy bien mujer, yo que he vivido en todas las esferas terrenales: (así dice un Espíritu en mi oído), y de la vida sé, goces y males.
Yo que he dictado leyes y a mi acento los pueblos se lanzaban al combate, yo que decía desde mi regio asiento: toda esa muchedumbre por mí late.
Por mí se agita y corre a la pelea sin pensar en su hogar y en sus placeres, y puedo si me pasa por la idea diezmar guerreros, niños y mujeres.
Yo me he visto dueño y soberano de los pueblos, y he sido omnipotente y la barca de Pedro por mi mano dejó de naufragar en la corriente.
Cuando dejaba el mundo y sus engaños ¡Qué soledad!... ¡Qué sombra!... ¡Qué tristeza! ¡Qué tropel de espantosos desengaños! ¿Dónde estaba mi poder y mi grandeza?
¿De qué servían los salmos funerales? ¿De qué mi sepultura de granito? ¿Y de qué tantas pompas mundanales?... si siempre a mi alrededor decían: ¡Maldito!...
Y pasaban legiones de guerreros agitando sus armas homicidas, y todos me clavaban sus aceros ahondando enfurecidos mis heridas.
¡Y un siglo! ¡Y otro siglo!... ¡Dios eterno! ¡Qué modo de sufrir tan horroroso! ¡Yo sé lo que es vivir en el infierno, sin tener un segundo de reposo!
Yo sé lo que es correr de puerta en puerta pidiendo pan con dolorido acento, ¡Y ni una, ni una sola encontré abierta! Que todos desoyeron mi lamento.
Y del trono al bajar los escalones no encontré en el espacio un solo amigo; ¡Qué horribles!... ¡Qué espantosas impresiones! ¡Qué triste es sollozar sin un testigo!...
Recordar el poder, ¡Y verse solo! Mirar las muchedumbres allá lejos, el orbe recorrer de polo a polo... y ver de las grandezas los reflejos.
Pero todo a distancia indefinida, cerca de mí la sombra, el aislamiento, ¡Reloj sin horas!... ¡Tiempo sin medida!... ¡Y en la memoria cruel remordimiento!
¡Y un siglo! ¡Y otro siglo!... ¡Qué tortura! Coloso ayer y hoy mísero pigmeo!...
haber llegado a gigantesca altura extendiendo las alas del deseo.
Y caer en un abismo tan profundo, ¡Tan hondo!... ¡Dios eterno! ¡Qué agonía!...
haber llegado a ser señor de un mundo, y luego no tener... ¡Ni luz del día!
¡Qué lucha! ¡Qué tormento! Es imposible contarte los horrores de mi historia; no se puede creer cuanto horrible es el llevar un infierno en la memoria.
Mas todo tiene fin, menos la vida, la ceguera moral también se cura; y al despertarse mi alma fratricida desde el abismo se elevó a la altura.
Volví a la Tierra, humilde, arrepentido, en mi camino hallé tan solo abrojos; soñé con el placer de ser querido y el llanto del dolor nubló mis ojos.
¡Nacer y renacer! Y centenares de encarnaciones ¡Ay! Tuve en la Tierra; conté los desengaños por millares; luchar con la expiación... ¡Qué horrible guerra!
Pero entre las espinas brotan flores, y las flores su aroma me brindaron; y en un valle que fue nido de amores allí comencé a amar, y allí me amaron.
Yo era débil mujer, hogar tranquilo me ofreció humilde cuna; ¡Qué alegría reinaba siempre en mi modesto asilo!.. ¡Todo en torno de mí se sonreía!
Con un hombre me uní, de muchos hijos cuidé afanosa con cariño santo; les presté mis cuidados más prolijos y con mis besos enjugué su llanto.
Una tarde de invierno una mendiga llegó a mi puerta demandando un lecho, rendida de dolor y de fatiga con dos niños dormidos en su pecho.
Le abrí mis brazos, le ofrecí amorosa cuanto en mi humilde hogar de bueno había; mas la mendiga triste y pesarosa me dijo: - ¡No hay desgracia cual la mía!
Yo me siento morir; mis pobres hijos se quedan al perderme sin amparo; ¡Nadie en ellos tendrá sus ojos fijos!... ¡Naufragarán sin encontrar un faro!
-Numerosa familia me rodea; (le dije con dulzura a la cuitada) tendré dos hijos más, mi alma desea que no mueras mujer, desesperada.
Compartiré con ellos los cariños y las dulces caricias maternales: ¡Quiero tanto a los pobres y a los niños! Serán tus hijos y los míos iguales.
Para mi corazón de amor henchido; la pordiosera me miró asombrada diciendo con acento conmovido:
-De mis hijos serás idolatrada.
Y abrazando a los pobres pequeñuelos con esa fuerza que las madres tienen, me dijo:
-Voy camino de los cielos; las almas de mis padres por mí vienen.
Ya están aquí, te miran, te bendicen, como yo te bendigo; te rodean; presta atención; ¿No entiendes lo que te dicen? Que tú y los tuyos ¡Benditos sean!
Y con el dulce sueño de la muerte cerró los ojos la infeliz mendiga, cayó en mi pecho su cabeza inerte, y el eco murmuró: ¡Dios te bendiga!
Los hijos de la triste pordiosera crecieron a mi lado sonrientes; su infancia fue perpetua primavera, eran buenos, sencillos y obedientes.
Cuando la juventud (que es siempre hermosa), despertó sus doradas ilusiones, una guerra entre reyes espantosa, (efecto de bastardas ambiciones).
Me arrebató a mis hijos, que corrieron a cumplir como buenos ciudadanos; mis hijos adoptivos también fueron a luchar por capricho de los tiranos.
Y fueron tan valientes y tan bravos, y cumplieron tan bien su cometido, de sus deberes fueron tan esclavos, que obtuvieron un premio merecido.
El mismo rey los hizo caballeros, al ver que habían luchado cual titanes, les regaló magníficos aceros, y fueron sus más grandes capitanes.
Los hijos de la triste pordiosera que en su infancia durmieron en mis brazos; y que al hallarse en muy distinta esfera más fuerte ataron tan divinos lazos.
Descendían hasta mí con sus laureles, los dos me prodigaban su cariño; diciendo: ¿Ves? A tus recuerdos fieles siempre para tu amor seremos niños.
Los niños de la débil pordiosera que les diste cuidados tan prolijos, que alfombraste de flores su carrera y les diste hermanos en tus hijos.
¡Qué almas tan buenas fueron! Su ternura me hizo sentir un goce indefinible,
¡Cuánto amor para mí!... ¡Cuánta dulzura! ¡Gratitud tan inmensa es increíble!
Cuando la muerte se acercó a mi lecho los dos cayeron ante mí de hinojos; los dos se disputaron el derecho de acariciarme y de cerrar mis ojos.
Y los dos esforzados capitanes tan nobles y arrogantes, tan apuestos, sin poder separarse de mis manos los dos quisieron conducir mis restos.
Sobre sus hombros; y en la humilde fosa por mí pedida, con dolor me echaron; y con voz conmovida y angustiosa por mi reposo eterno a Dios rogaron.
¡Qué despertar tan grato el de mi alma al darme cuenta que mi yo vivía!...
¡Qué plácida quietud!... ¡Qué dulce calma! Un ángel junto a mí se sonreía en forma de mujer, que cariñosa me dijo: -Da reposo a tu fatiga; mira bien mi envoltura luminosa: ¿No te acuerdas de mí? Soy la mendiga.
La que al morir te dijo sollozando ¡Piedad!... ¡Piedad para mis pobres hijos! Y tú a mis pequeñuelos abrazando dijiste: -Mis cuidados más prolijos, yo les prodigaré; muere tranquila; tus hijos y mis hijos son iguales para mi corazón, que no vacila en cumplir sus
deberes maternales.
Ven madre de los huérfanos; recibe el premio merecido a tus virtudes; la gloria que tu mente no concibe donde el alma no encuentra ingratitudes tu morada será; ¡Ven alma buena!
Y en las alas de luz de la mendiga, crucé del éter la extensión serena escuchando por doquier: ¡Dios te bendiga!...
¡Dios te bendiga! ¡Ven!... ¡Ven a los cielos por haber amparado a dos proscritos, por haber prodigado tus desvelos a dos infortunados pequeñitos!
Y el rumor de tan dulces bendiciones cual música divina yo sentía; me agitaba en diversas direcciones y el eco en mi redor las repetía.
¡Qué cambio al despertar! Cuando dejaba mi túnica de púrpura en la fosa, y mi iglesia sus cantos elevaba: ¡Qué soledad! ¡Gran Dios! Tan espantosa.
¡Encontraba mi Espíritu aturdido al verse en el espacio abandonado!... ¡Por todos sus vasallos maldecido!...y por todos sus deudos olvidado.
¡Ni una lágrima! ¡Oh cielos! ¡Desprendida de un recuerdo de amor a mi memoria!
Vivir sin ser amado... ¡Eso no es vida! Amar y hacerse amar... ¡Qué gran victoria!.
Victoria que alcancé con mis desvelos, por mi amor a dos almas generosas que me abrieron las puertas de los cielos; ¡Qué moradas Amalia, tan hermosas!
¡Qué afectos!... ¡Qué atracciones! ¡Qué cariños tan grandes.. tan inmensos... tan profundos! Como las madres aman a sus niños, así aman los seres de otros mundos.
Donde he podido detenerme en un punto, para estudiar su vida y sus costumbres; y admirar el bellísimo conjunto que forman sus sensatas muchedumbres.
¡Qué humanidades vi tan venturosas! ¡Qué mundos tan felices!... ¡Tan dichosos!
Porque allí habitan razas luminosas que producen inventos asombrosos.
Si por una obra buena he merecido obtener tan preciada recompensa; siendo nuestro progreso indefinido, ¡Es nuestro porvenir la dicha inmensa!
Por eso, lo mejor que hay en la vida es practicar el bien sin condiciones, sin poner jamás tasa ni medida a nuestras evangélicas acciones.
Siempre el amor que nuestros pasos guíe; que nos inspire y que nos dé su aliento; gocemos con el goce del que ríe, y atendamos al débil descontento.
Amar y siempre amar; de la codicia huyamos y del sórdido egoísmo; porque la ley del amor en su justicia nos manda hacer el bien, por el bien mismo.
Como enseñanza, acepta el fiel relato de la existencia que a un deber bendito mi tiempo consagré; que fue el más grato que ha gozado mi Espíritu proscrito.
Fui feliz practicando una obra buena, y dichosa en los brazos de la muerte, y venturosa en la región serena al despertarme vigorosa y fuerte.
El progreso y la paz que he contemplado en los mundos de luz que he recorrido, ¡Cuánta... cuánta enseñanza me ha prestado! Lecciones que jamás daré al olvido.
Por vivir entre aquellas almas puras, por merecer su embriagador afecto, subiré del abismo a las alturas y seré por mi amor un ser perfecto.
Perfecto... en un estado relativo, en la comparación con mi pasado; ayer era mi Espíritu cautivo en la cárcel fatal de su pecado.
Salir de esa prisión, tender las alas, admirar del eterno la grandeza, querer del justo las divinas galas contemplar el pasado con tristeza.
Es dar el primer paso en el camino del estado perfecto que se anhela; sintiendo el alma ese dolor divino, divino sí; porque al sentirlo ¡Vuela!....
Vuela buscando espacio, ¡Movimiento! ¡Algo maravilloso que presiente!.... y es su espiritual renacimiento, ¡Su propia luz, el sol que hay en su mente!
Así me encuentro yo; vivir anhelo en los mundos que he visto; entre sus flores, bajo la luz de su admirable cielo, y gozando en sus plácidos amores.
Siempre que un alma a la virtud se inclina le doy mi inspiración y mis consejos; el rayo del amor que te ilumina le irradio para ti, desde muy lejos.
Hoy más cerca de ti, te felicito porque has dicho: renuncio al retroceso: ¡Tengo una sed ardiente de infinito! ¡Quiero beber el agua del progreso!
Bebe en buena hora el agua de la vida, no olvides al beberla mis lecciones; practica el bien sin tasa ni medida, que es lo mejor amar sin condiciones.
La calma y el silencio me rodea, enmudeció la voz del ser amigo que iluminó mi mente: ¡Loado sea! Espíritu de amor ¡Yo te bendigo!
No me dejes jamás, mi alma desea practicar lo mejor; si lo consigo quiero enlazada a ti, cruzar los mares donde bogan los mundos a millares.

domingo, 3 de julio de 2011

LA PACIENCIA


























LA PACIENCIA

POR AMALIA DOMINGO SOLER
*La poetisa del Amor Universal



Esta virtud, (según el diccionario de la lengua) “nos enseña a sufrir y tolerar los infortunios y trabajos en las ocasiones que irritan o conmueven, es el sufrimiento y tolerancia en las adversidades, penas y dolores, es la espera y el sosiego en las cosas que se desean mucho”. He aquí una virtud, que casi es desconocida en la Tierra, pues aunque muchos parecen que viven resignados y conformes con su destino más o menos adverso, se cumple en ellos el adagio: “Que a la fuerza ahorcan, y quedan bien ahorcados”. Una cosa es considerarse impotente para luchar con la adversidad, y otra el sonreír en medio del infortunio, sin misticismo, sin exageración, sin alterar las leyes naturales, conservando una perfecta serenidad en las grandes tribulaciones de la vida, en la paciencia hay racionalismo, o idiotismo, es una virtud que aún no está bien definida.

No hace mucho tiempo, que salí una tarde para un pueblo cercano, y al llegar a la estación de Gracia, tuvimos que esperar cerca de media hora a que pasara el tren ascendente, nos sentamos, nos pusimos a leer como de costumbre, cuando oímos una voz agradable que nos decía:

-¿También ha llegado usted tarde como yo?

Levantamos la cabeza y vimos a una mujer del pueblo que contaría probablemente 60 inviernos, delgadita, con ojos pequeños pero vivos, chispeantes, muy expresivos, sonrisa benévola y frente serena coronada de cabellos grises cuidadosamente peinados; su traje era pobre, pero muy limpio.

Sin saber por qué, la miramos atentamente, y encontramos en su rostro algo simpático que nos agradó y nos atrajo hasta el punto que dejamos de leer para hablar con aquella mujer que se expresaba en buen castellano.

Hablamos de cosas indiferentes y por último recayó la conversación en la conveniencia de tener más o menos familia.

-¿Sabe Ud. lo que yo creo más conveniente? Dijo nuestra interlocutora; tomar con paciencia las penas de la vida, y venga lo que viniere.

-Pues no pide Ud. poco, ¡Tener paciencia! ¿Y quién la tiene en este mundo?

-El que la quiere tener: mire, yo la tengo, la he tenido y confío que la tendré, y no crea que tengo motivos para tener acopio de paciencia, porque he pasado muchas penas, y tanto va el cantarillo a la fuente hasta que se rompe.

-Pues nadie diría que Ud. ha sufrido, porque su semblante revela perfecta tranquilidad.

-¡Ah! Es que yo vivo muy tranquila; mas no por eso he dejado de sufrir todo cuanto hay que padecer en el mundo. A los tres años perdí a mi padre, a los once a mi madre, a los 15 me casé, a los 22 ya estaba viuda y con tres hijos que parecían tres soles: me casé por segunda vez, y hace más de veinte años que perdí a mi marido y a seis hijos, total 9 muertos, contando mis dos maridos y mi madre, porque la muerte de mi padre por mi corta edad no puedo sentirla. Ya ve Ud. si mi paciencia ha sido puesta a prueba, y para que no me quedara nada que perder, trabajando de día y de noche, conseguí ahorrar 400 duros, que los puse en una empresa de ferrocarriles, quebró la compañía, y ¡Adiós! Mis 400 duros, fruto de mi trabajo y de mis privaciones.

Otras compañeras que también habían puesto allí sus economías se desesperaron, dos cayeron malas y una hasta se murió del disgusto, yo no; pues aunque al saber la pérdida lo sentí, como es natural, en seguida me hice la cuenta siguiente:

No lo he perdido todo; me queda un banquero que me guarda un gran capital: ¡Me queda Dios!

Que no me dejará perecer pues me da salud y deseos de trabajar, y el que quiere trabajar, antes se juntará el cielo con la Tierra que él se quede sin comer.

-Tiene Ud. talento práctico para vivir.

-Yo no sé lo que tengo; lo que sí le puedo asegurar es que no conozco la envidia, miro a los ricos que viven en la abundancia y digo: cuando lo disfrutan, lo merecerán, porque Dios no puede dar a uno lo que quite a otro, eso se queda bueno para los hombres, no para el rey de los cielos: si ellos disfrutan de lo suyo, ¿Por qué he de desear yo lo que no me pertenece? Que soy pobre, es verdad; que si no trabajo no como, es muy cierto; pero tengo salud y buena voluntad y ningún día he dejado de probar la gracia de Dios. ¿Quiere Ud. más felicidad cuando hay centenares de infelices que se mueren de hambre poco a poco?

Que hay madres que se ven renacer en sus hijos, florecer en sus nietos, y yo me he secado como árbol quemado sin echar retoños; esto es triste... pero.. ¿Qué le hemos de hacer?... todavía hay otros más desgraciados que están en un asilo de mendicidad, o rodando por las calles implorando caridad, y yo por lo menos, siempre tengo de sobra donde ir a trabajar, y de noche me voy a mi cuartito, me acuesto en mi buena cama, sé que al otro día no me quedaré sin comer, no me remuerde la conciencia de haberle hecho daño a nadie, y vivo sin envidiar y sin ser envidiada, que a mi modo de ver, es la única felicidad que se goza en este mundo.

-Veo que comprende Ud. la gran filosofía, y admiro su buen criterio.

-Yo no sé si sé pensar, pero sí le diré que me fijo mucho en todo lo que veo; en mi larga vida, que ya soy muy vieja, he conocido a mucha gente, porque mi oficio primitivo fue planchadora, después me dediqué a la cocina, y voy a muchas casas de los grandes los días que tienen convite, o se van de temporada al campo y en las fiestas de mayor solemnidad, y si viera Ud. ¡Cuánto se ve en esas casas!...

¡Cuántas señoras, momentos antes de llegar los convidados, no saben como hacerlo para ocultar sus penas, y lloran por los rincones unas con motivo sobrado, y otras por envidiosas, porque no pueden estrenar un vestido mejor que el de fulanita o menganita! He visto tantos sustos, tantas agonías entre esas personas que el mundo llama felices, que francamente, en comparación de ellas, más de una vez me he considerado dichosa, porque he tenido tranquila mi conciencia, y no he desconfiado nunca de la justicia de Dios.

-Ya tiene Ud. razón en creerse feliz.

-Sí señora que lo soy, porque gracias a Dios nunca me he desesperado en medio de mi desgracia, y he tenido paciencia para sufrir, porque he comprendido que nadie tiene más que lo que se merece, y que todos podemos ser felices si queremos serlo.

-Es cierto, ciertísimo.

-Vaya si lo es, la prueba la tengo en mí, que a pesar de la orfandad en la niñez, de haber formado dos veces familia y haberla perdido, tener que trabajar para vivir, sin disfrutar de ninguna diversión, sin ir a ninguna parte, únicamente de mi casa al trabajo, y de éste a descansar, no me conceptúo por esto desgraciada, veo que todos sufren, que todos padecen, unos más, otros menos, y que los más envidiados suelen ser los que tienen más tribulaciones, siendo condición de esta vida el sufrimiento. ¿Por qué
desesperarse? ¿Por qué oponerse a la ley cuando una sabe que esto no ha de durar siempre, que al fin nos
hemos de morir, y que Dios nos dará el descanso eterno?

-Cuántos que pasan por entendidos y por filósofos quisieran tener el buen sentido que Ud. posee.

-Yo no sé si soy tonta o discreta, lo que le puedo asegurar es que no me quejo de mi suerte, y que todas las noches cuando me acuesto, no me asusta la idea de la muerte, porque estoy segura que nadie me maldecirá cuando me muera. Vaya, buenas tardes, me alegraré de volverla a encontrar.
-Yo también, porque he aprendido hablando con Ud. y estrechando la mano de la anciana subimos al coche que nos condujo al lugar que deseábamos.

Desde aquella tarde, vive en nuestra memoria el recuerdo de la noble anciana que sin ser espírita, comprende perfectamente la ley de la vida, y reconoce en Dios lo que muchos sabios se obstinan en no reconocer: su estricta justicia.

¡Qué Espíritu de tan buen sentido el de aquella mujer! ¡Qué tranquilidad en su frente! ¡Qué alegría tan pura en sus ojos! ¡Qué expresión tan agradable la de su rostro! Así debíamos vivir todos los que comprendemos el Espiritismo; la paciencia se confunde muy a menudo con el fanatismo, que también entre los espiritistas hay fanáticos que creen buenamente que se han de cruzar de brazos ante las pruebas de la vida, sin permitirse el justo desahogo de exhalar una queja, ahogando el sentimiento que es la palpitación de la vida. ¿Para qué entonces la razón del hombre, si no le sirve para apreciar los dolores de su expiación? Una cosa es exasperarse y decir que Dios es injusto, y otra lamentar el atraso en que hemos vivido, que nos obliga a sufrir penalidades; la verdadera paciencia es tolerar los infortunios sin llegar a la desesperación, es esperar con sosiego lo que más se desea, pero de esto a ocultar el llanto, a reprimir la queja, a no dar expansión al sufrimiento, hay una distancia inmensa.
Nadie puede practicar mejor la paciencia, que aquel que sabe que cuanto sufre es consecuencia de sus actos; conociendo la causa, no puede culpar ni a Dios ni a su destino, pero tiene derecho para culparse a sí, y hasta un deber sagrado le impone reconvenirse, pidiéndose cuenta de sus hechos anteriores.

La paciencia no debe ser una virtud pasiva, sino activa, se debe emplear en un trabajo lento y continuo, e indudablemente es la virtud que mejor puede practicar el espiritista racionalista.

La paciencia, no es la impotencia encadenada a la fatalidad, es el trabajo perseverante, y metodizado, y en los sufrimientos y tribulaciones, no es dominarse hasta el sacrificio, trucando las leyes de la naturaleza, no es cerrar la fuente de las lágrimas que son la evaporación del sentimiento, el llanto del alma no es la expresión de la rebeldía del Espíritu, es el justo tributo rendido a la memoria de los seres que se van antes que nosotros.

El hombre para vivir en la Tierra necesita familia, amigos, almas simpáticas que comprendan la suya, y cuando pierden alguno de esos elementos que le ayudan a vivir, necesariamente tiene que languidecer, y el verdadero espiritista, el que conoce que sólo de él depende la felicidad de su porvenir, emplea su paciencia en trabajar sin impaciencia, confiando como la mujer, cuyo relato hemos referido, en la estricta justicia de Dios.
Unos de nuestros grandes defectos ha sido nuestra impaciencia, siempre hemos adelantado las horas y los acontecimientos; sólo el estudio del Espiritismo nos ha hecho conocer la verdad del antiguo adagio, que no por mucho madrugar amanece mas temprano, y hemos comenzado a tener paciencia trabajando en nuestro progreso, sin aspirar a inmediata recompensa.

La paciencia es una virtud, quizá, y sin quizá, la más necesaria para el adelanto del Espíritu; esperar con sosiego es vivir, es trabajar, meditar, analizar, buscar el porqué de las cosas, y el estudio del Espiritismo nos induce indudablemente a tener calma, porque mientras más largo se presenta el plazo de la vida, más esperanza hay de rehabilitación y de felicidad, y como las comunicaciones de los espíritus nos manifiestan que la eternidad es nuestro patrimonio, el más impaciente, el más descontentadizo, el más exigente ha de reflexionar y decir: ¡Tengo tiempo!... ¡Nada tengo perdido, todo lo puedo recuperar!... y de creerse desheredado, a considerarse dueño de una gran fortuna, hay la misma distancia que del todo a la nada.

¡Bendita la hora que comenzamos el estudio del Espiritismo! Por él hemos alcanzado a tener paciencia, y creemos firmemente que cuando lleguemos a comprender el valor inmenso de esa virtud, (quizá la primera entre todas las virtudes) habremos escrito en el libro de nuestra historia, la primera página digna de ser leída.
Tengamos paciencia para no cansarnos nunca de trabajar en la propaganda del Espiritismo; los iniciados en la verdad suprema tenemos un deber sagrado en decir a las multitudes:

-¡No os desesperéis! La vida no tiene término, el progreso es indefinido, ¡Nunca acabarán los mundos! Siempre habrá soles que darán vida al Universo ¡Siempre Dios será la fuerza motora que mantendrá el movimiento y la renovación continua de la naturaleza!
Siempre los espíritus irán ascendiendo por sus virtudes, obteniendo lo que es justo.

Amor, el que haya amado.

Gloria, el que se haya complacido en glorificar a otro.
Riqueza al que haya procurado enriquecer a su prójimo.

Instrucción, al que se haya sacrificado por instruir a los ignorantes.

¡Cuán grande es la vida en su origen!

¡Cuán espléndido su porvenir!

¿Hay algo más consolador que el progreso indefinido?
Si la paciencia nos induce a progresar, ¡Bendita sea esta virtud! Ella es la estrella polar que nos guía y nos salva de los innumerables escollos que hay en el mar turbulento de la vida.
¡Paciencia! ¡Tú eres la melancólica sonrisa de los infortunados!

¡La que apartas del abismo a los suicidas!

¡La promesa bendita del infinito!